Imagínese…saliendo con ropa nueva, adquiridas en distintos lugares y ni bien se percate alguno, inquiriendo sobre si lo que llevas puesto es nuevo ; usted empiece con una perorata publicitaria de donde compró cada cosa, a qué precio, qué otras cosas había… no falta quien lo haga.
En el plano de las ideas y discursos que pronunciamos, pareciera que las cosas no son tan prácticas. El “sí” o el “no” que deberían ser determinantes, se trueca por una catarata de explicaciones y citas a autores y textos, que vuelve todo engorroso y denso.
¿Existe una verdadera necesidad de explicar por cada cosa que decimos, quién fue el que la escribió, o dijo, o pensó antes?
De algún modo, las ideas, una vez vertidas en el río de las relaciones humanas, pierden su dueño y se hacen de todos. Y si hay alguna manera de “comprar” estas ideas, para vestir nuestros argumentos, es habiéndose leído y estudiado con la seriedad y profundidad debidas.
¡Cuántos proverbios y refranes tienen su origen en la Biblia!….
No hay forma de que al pronunciarlos digamos “de tal o cual versículo y capítulo”, pero tampoco -por algo llamado HONESTIDAD INTELECTUAL- podemos atribuirnos autorías de pensamientos ancestrales.
Por otro lado corremos el riesgo de volver poco atractivos nuestros discursos ante algunos oyentes -particularmente el público joven- que ven en cada cita, en cada pausa, en cada mención de autores pasados un charco más que pisar en el camino del entendimiento.
Aparte, ¿Qué lugar queda para nosotros cuando desglosamos ciertas ideas?, a cada oración referir; “Como dijo Juan en el libro tal” o “de acuerdo con Elso Berbio, en su libro ‘La Flojera”, capítulo tanto y tanto…”
Más valdría ir a una pizarra, anotar todas las citas y decir “lean esto muchachos” y terminar nuestra participación.
El Orador trae consigo un trabajo intelectual de compilación, interpretación, comprensión, síntesis y explicación que, a su vez, debe expresarse con el dinamismo y la pasión justa, para encantar y llegar con ésta información nueva a construir conocimiento en sus oyentes.
Por último, creo que mantener en silencio las fuentes abre todo a un sano juego de intrigas y complicidades que lleve a los oyentes ignorantes a preguntarse “¿de dónde salen estás ideas?”, y a aquellos que ya saben cual es su origen, a complacerse en el reconocimiento de lo que se está diciendo.
Además, siempre tenemos que tener en cuenta el tiempo, para no andar demorando con explicaciones y citas aquello que bien puede decirse de una manera más resumida.