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Batalla de los lanchones

Fragmento del Libro de los Héroes de Juan E. Oleary.
Editado por Juana Ma. de Lara
Marzo de 1866.

Hacía más de un año que luchábamos con el Imperio del Brasil. El ejército aliado, compuesto de más de cincuenta mil hombres, con poderoso material de guerra, descansaba en Paso de Patria, preparándose para invadir nuestro territorio.

Por fin, el 17 de marzo, después de muchas indecisiones, y de gastar mucha tinta y saliva para demorar el temido momento, ordenó el bravo marino Tamandaré el avance de sus naves, marchando los flamantes acorazados Brasil y Barroso a la cabeza de la imponente expedición.

Ante aquel impresionante despliegue de fuerzas, el Mariscal López no perdió su serenidad.

Parecía, en efecto que, para medirse con tan terrible enemigo, acumularía sobre la costa sus más poderosos cañones, ya que no había que pensar en nuestra pobre escuadrilla.

Y nada de esto pasó. Para batir a la escuadra imperial, para tener en jaque a los orgullosos blindados del Brasil… ¡echó mano a una canoa! ¿Locura, insensatez, delirio? Vais a ver que solo era profundo conocimiento del enemigo, y fe, también profunda, en el corazón de sus soldados.

El 22 de marzo de 1866 tuvo lugar a bordo del transporte Apa -que era el buque insignia- una junta de guerra, para estudiar la mejor manera de invadir nuestro territorio. En la mañana del 23 tuvo lugar el primer reconocimiento, remontando el Paraná los generales aliados, el ministro Octaviano y Tamandaré.

“Fue entonces -dice Ouro Preto, historiador brasileño- cuando reaparecieron las chatas, ya probadas en Riachuelo, invento paraguayo admirablemente adaptado a las condiciones locales, máquinas de guerra simples, rudas, groseras, pero de terribles efectos, capaces ellas solas de destruir a la más formidable escuadra.

Monitores de madera las llamaron los que las vieron en acción. “Pero lo que era capaz de destruir la más formidable escuadra, no eran esas miserables canoas, ¡era el alma guaraní, más dura que el acero de sus acorazados y más poderosa que todos sus cañones! El más poderoso buque del Imperio decía un corresponsal del diario “La América”, de Buenos Aires-, se vieron obligados a retroceder, tal era el efecto que les producían las balas disparadas con exactitud matemática sobre los acorazados” (“La América”, abril 3 de 1866.).

Y amaneció el 25 de marzo, aniversario del juramento de la Constitución del Imperio del Brasil. Las naves enemigas, todas empavesadas, saludaron con salvas y dianas triunfales al nuevo día. A eso de las tres de la tarde, la comida iba terminando y los licores espirituosos desataban las lenguas y daban escape a una tórrida elocuencia, cuando, de pronto, hizo su aparición en medio del río el impertinente Monitor Guaraní.

Esta vez salía Fariña a tentarles, lejos de nuestras fortificaciones, cuadrándose a dos pasos de los acorazados enemigos.

“Un instante después -dice el general Garmendia- rompió el fuego sobre las naves brasileñas, que en el primer momento no respondieron, resguardadas por su omnipotencia y por la arrogancia que les prestaba la inmortal fecha.

Impávido hacía vomitar al grueso cañón hierro y humo sin cesar. Las balas cruzaban sobre el embanderado Apa y pasaban sobre la tolda, cubierta de tanto animado curioso. Se veía que por instantes se mejoraba la puntería de aquel punto negro, casi imperceptible, que se anunciaba a cada momento como surgiendo del fondo del río, entre borbotones de humo y un trueno prolongado…”.

Pero pronto el asombro de los comensales se trocó en espanto. Un enorme proyectil de 68 dio en el blanco, penetrando en el pañol de víveres y haciendo destrozos considerables.

Aquello fue el sálvese quien pueda, para los que, poco antes, brindaban, alegres y confiados, por el triunfo del Brasil. Tamandaré, no menos azorado, quedó enseguida solo, abandonado de todos, en su nave. Y midiendo el peligro que le amenazaba, ante la cada vez más certera puntería de Fariña, ordenó al acorazado de su nombre y a la cañonera Enrique Martins que cargasen sobre el terrible lanchón.

Durante dos horas consecutivas luchó Fariña con la escuadra brasileña, desafiando con pasmosa impavidez la lluvia de proyectiles que caía sobre su cabeza. Como si no estuviera frente a la más poderosa escuadra de América, como si no pisara la cubierta de una canoa, que parecía zozobrar a cada cañonazo, rectificaba tranquilamente su puntería y daba gritos de triunfo cada vez que sus balas se estrellaban en los flancos acerados de los blindados imperiales. Fariña quedó consagrado, desde entonces, como el primer artillero de nuestro ejército y como un héroe aparte entre los héroes de nuestra guerra.

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