Por Herminia Treaumont
No es lo mismo conocer que comprender. Lo primero es bastante habitual y frecuente. Lo segundo es raro y precioso, y en pos de ello, precisamente, deben ir juntos maestros y alumnos.
Lo mismo se diga si de investigar se trata. No es cuestión de acumular informaciones baladíes insustanciales bajo pretexto de exactitud. Tampoco es cuestión de desaprovechar esas verdades que valen per se, con independencia de la valía de quienes la dijeron.
El magisterio debe ser cultivado, con un estilo que armoniza a la par la ciencia aprendida de primera mano, en las fuentes mismas de los autores obrados, pero por otro, la calidez persuasiva de un gran conversador y de un consumado arguyente.
Somos enamorados de la vida contemplativa, y ese enamoramiento- que otorga la felicidad perdurable- es lo más relevante que quiere comunicar las futuras clases.
Se dice que, lo que se brindará en un cierto curso, no tiene nada que ver con la ciencia, pero eso siempre ha importado muy poco. Se ha dicho muchas veces a los estudiantes cuando se los ven sentados y escribiendo: Dejen de anotar […] y piensen en lo que Platón está diciendo realmente.
Hay un glorioso sonido chestertoniano y tolkiniano en estas confesiones, mundanalmente incorrectas por donde se las mire. No importa ser calificados de “científicos”, según las categorías impuestas por la modernidad. No importa que se nos tenga por expertos, un productor de saberes o un inventor de métodos. Lo nuestro es la sabiduría, el sabor que restituye la sapidez primordial. Lo nuestro es la música, el son que celebra, festeja y recrea el silbo de los Antiguos. Lo nuestro, al fin, no guarda relación alguna con la elaboración de índices, de catálogos, de manuales o textos arruinados de didactismos. Somos enamorados de la vida contemplativa, y ese enamoramiento- que otorga la felicidad perdurable- es lo más relevante que quiere comunicar las futuras clases.
Tengo una buena razón para hacer esto, nos dice un maestro: las personas que nos rodean y sirven de farol han pasado primero por mis manos. Y otra razón asiste; decirles a los discípulos que dejen de tomar apuntes sobre Platón, para contemplar lo que Platón pensaba.
Tomando el ejemplo de ciertas figuras de la antigua Hélade, como Aristodemo o Apolodoro. ¿Más por qué son recordados estos aprendices, y por qué ingresaron de algún modo a la historia del pensamiento? Por los maestros que estuvieron detrás de ellos, aleccionándolos, forjándolos, sacándolos del error e incluso, en algunos casos, de la inconducta moral. Es cierto el dicho popular, según el cual, el discípulo puede superar al maestro y es para este su mayor gloria. Pero, en cualquier caso, sea que el aprendiz se mantenga en un puesto subalterno o que escale por la empinada cima del saber, lo cierto y lo concreto, es que la figura arquetípica o la categoría paradigmática, sigue siendo la presencia ineludible del maestro.
El Apolodoro, que según nos narra el Fedón platónico, irrumpió en un llanto desconsolado y desgarrador cuando Sócrates lleva la caricatura a la boca, se destacó por sus estatuas de filósofos y tuvo un oficio respetable de escultor. Pero si por alguna causa su figura transcendió, esa causa es su condición de aprendiz apasionado de Sócrates, a quien admiró con un jubilo que le valió el mote de “el entusiasta”, casi con un sentido logado a la locura. Lo que trato de decir es que, al buen maestro rodeado de sus discípulos, se le aplica lo mismo. Así uno se siente contenido por él, por la doble garantía de su sapienciabilidad y del amor que les ofrece. Confiar en la palabra y en el afecto que prodiga. Creen en su saber y descansar en su paternidad: he aquí lo propio de un maestro genuino.
Espiguemos tres pensamientos. El primero es sobre la “manera desacostumbrada” de extraer enseñanzas de la filosofía perenne. Pues esa manera, ya quedó dicho es la que otorga la forma mentis poetica, el desapego por el espíritu algebraico, la lejanía por la esfera que protestaba Chesterton: en apariencia perfecta pero contraria a la aérea comprensión de la Cruz. El segundo pensamiento, sobre el que volveremos luego, es la reivindicación de la imagen cristiana de hombre, esto es de una ontología sin la cual ninguna pedagogía seria y salvífica puede fundarse. Y el tercero, y al fin, es la clarísima alusión al testimonio personal del maestro, principal sustento solido que puede conferir fiabilidad y validez a quien ocupa una cátedra, que quiere estar ordenada a Quien se proclama Testigo de la Verdad.
Bastaba palabras para comunicar imágenes, sonidos y aun colores, fragancias o paisajes.
Un maestro enseña a su manera, por como lo dice y por como lo silencia. El maestro ve que su tarea primordial es distinguir claramente las virtudes (la fortaleza, la prudencia, la justica y el amor, la esperanza y la fe) como guías del actuar humano. Dejar que el alumno saque sus consecuencias, lo que demuestra más una vez la libertad, en el mejor sentido. Mostrar la valía humana y creativa en los escritos, que viven tanto en lo que se dice como en lo que calla.
Esto debe llamar la atención, pedagógicamente hablando. En donde lejanamente existía un profesor aburrido, en aquellos gloriosos tiempos en los que había vida antes del power point, bastaba palabras para comunicar imágenes, sonidos y aun colores, fragancias o paisajes. Admirable cinestesia que conquista el verbo del orador, el vir bonus dicendi peritus. Precioso y encomiable arte del educador genuino, cuyo mayor y excelso recurso didáctico no es otro que la palabra.
El maestro, en suma, sabe dialogar y narrar, depatir y administrar las pautas, los silencios, las omisiones que se juzgan caritativas o puentes. Como a pocos se les aplica ahora, a la distancia de tiempo y del espacio, pero asomados a la ojiva de la eternidad, aquellas enseñanzas de San Pablo a los Filipenses: “nuestra conversación está en el cielo”. Tras haber alimentado de sabiduría a un tiempo indigente- para más adelante con cara al Padre, y abandonadas las limitaciones de este mundo, sabremos mucho más de todo lo que es necesario saber.
No entiendo exactamente hacia a dónde apunta el escrito, pero me limito a comentar el título que me llamó la atención poderosamente.
Sin intentar barroquismo en mi comentario, iré al punto.
Me parece que la igualdad “tomar apuntes=acumular información” no es del todo absoluta y, por lo mismo, no es correcta. Es cierto que hay que evitar el eruditismo y el jergonismo (teniendo la falsa ilusión de que cuantas más palabras más sabio se es). Pero de ahí a la conclusión “dejen de tomar apuntes” hay un trayecto muy largo, si por azar se llega a la verdad.
No hace falta citar a Platón para argumentar a favor, porque el hecho mismo de la existencia de los escritos de Platón demuestra que la toma de apuntes es necesaria. Es más, ¿qué hubiera sido de toda la civilización occidental si Platón no hubiese tomado notas de los diálogos de su maestro Sócrates? El mismo razonamiento se aplica a Aristóteles, Cicerón, Santo Tomás y muchos otros.
La escritura -y dentro de ese género, la toma de apuntes bien entendida- es al modo de una extensión de la memoria. Pero sucede como todo arte, si se olvida el fin para el cual el medio es facilitador, el fin desaparece.
Además, es necesario conocer la naturaleza humana para diferenciar un conocimiento de otro. Somos racionales por naturaleza, pero intuitivos por participación. Podemos estudiar cuando queremos, pero no comprendemos cuando queremos. No es válido suprimir la naturaleza racional y discursiva del hombre para saltar a la intuición, pues si no, la intuición misma se vuelve insípida.
Hay que saber utilizar las potencias que Dios nos dio para alcanzar la verdad y contemplarla.
Nos olvidamos muchas veces que las personas con visión (intellectus) tienen también (ratio) mental.
Con todo, aprecio mucho la brillantez de este escrito. Detrás de este escrito existe un alma enamorada.
Muchas gracias